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LA MUERTE DIGNA

Cuando veía el otro día en el congreso de los diputados a los representantes del comunismo más radical apelar de forma meliflua y lacrimógena a los sentimientos de las personas que los escuchaban, en pos de justificar una forma más de sesgar vidas (que ideología tan deleznablemente asesina) arrogándose el poder de determinar cuándo debe comenzar y terminar esta, yo tenía sentimientos encontrados; por un lado sentía rabia por la desvergüenza de esta gente tan preocupada por el sufrimiento de esas personas que están postradas por una incapacidad que les impedirá volver nunca más a tener movilidad o que tienen terribles dolores que no pueden ser paliados con medicación, que contrasta con lo poco que les preocupa el sufrimiento de los no nacidos triturados en los vientres de sus madres para ser abortados. Cómo, el dolor de cientos de miles de inocentes sin voz para quejarse es vilmente obviado, pero sí escuchan el de unos cientos de personas, adultas que claman contra un sufrimiento que no quieren. Nos exponían estos comunistas amigos de los asesinos de casi mil víctimas del terrorismo etarra, con una ternura y dramatismo dignos de un culebrón venezolano (normal, de allí les viene gran parte de su ideario y de su financiación), unas situaciones muy tristes y dolorosas para justificar su enésimo camino a la muerte como solución a un problema.

No estoy restando importancia, ni mucho menos al dolor de estas personas; de hecho el otro sentimiento que tenía al escuchar a los podemitas utilizar su sufrimiento para proponer la muerte como terapia, era pena, tristeza por estos enfermos a los que no se les quiere dar más alternativa que morir. Pero frente a la “muerte digna” que estos amigos del óbito y del asesinato ofrecen a esta gente desesperada yo les ofrecería la “vida digna” del ser humano, la dignidad no les es robada por estar tumbados inmóviles en una cama y doloridos hasta la extenuación, todo lo contrario son la expresión máxima de la dignidad de vivir a pesar de unos cuerpos “rotos”. Me gustaría que frente a la inmediatez de aplicar un fármaco que acabe con su vida, con lo cual se favorece a los bolsillos del estado que se libra de los onerosos tratamientos y de sus camas hospitalarias, se les presentara como ejemplo a San Juan Pablo II que en sus últimos días no se escondía a pesar de su invalidez, a pesar de que se le caía la baba, a pesar de su fatiga y agotamiento vital, se sentía digno y amado de Dios hasta el momento final dejándose ver en público para proclamar la maravillosa dignidad del impedido, del enfermo, del moribundo, aceptando la cruz de la enfermedad, del no poder valerte por ti mismo para lo más intimo, aceptando la humillación de ser asistido para todo y el sufrimiento del dolor como un camino enormemente digno hacia el final de todo hombre, sustentándote en Dios para llegar hasta las últimas consecuencias; con esa maravillosa humildad vi morir a mi suegra, dándome una verdadera lección de dignidad.

Se me achacará que no todos tenemos que vivir bajo preceptos teológicos, el que no cree en Dios no puede poner su esperanza en Él y por tanto no valen estos argumentos, pero en tal caso todo alcanzaría un nivel de relativismo moral tal, que por ejemplo dejaría de investigarse como curar enfermedades terminales puesto que la solución más rápida y económica sería la eutanasia y de esa manera los más desfavorecidos, los que tienen menos medios para curarse tendrían más cercanas las enfermedades terminales, puesto que una infección no es igual de grave en Burkina Faso que en Nueva York, así que eutanasia para el africano y antibióticos de última generación para el neoyorquino. Al final como siempre puro business.

Cuando el hombre aparta a Dios de su vida todo alcanza tal relativismo moral que son esos gurús de los que siempre hablo los que dan categoría de digno o indigno a lo que a ellos les place en función única y exclusivamente de espurios intereses.

La eutanasia es una manera de disfrazar con el lenguaje el suicidio o el asesinato, siempre en función de alejar el sufrimiento de nuestra vida, de la vida del enfermo o del que lo cuida, renegando siempre de la cruz.

No hay mayor dignidad que Jesucristo crucificado, aceptando el calvario hasta el momento propicio para partir hacia el Padre. Él no se privó de ningún sufrimiento y nos enseñó que la dignidad no se gana por morir plácidamente sino por vivir hasta las últimas consecuencias el diseño que Dios ha preparado para nosotros con la maravillosa recompensa de una Nueva Vida. Vivir sin Dios es vivir en la desesperanza de que todo acaba aquí, es morir en la triste dignidad de la eutanasia.


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